jueves, 11 de marzo de 2010

La Educación es un Bien Público

lic.Héctor David Chavarría Santos.
Abogado, Notario y docente universitario

A más de uno le habrá llamado la atención el tono casi insurreccional del programa que anuncia este simposio: “Levantémonos por la Educación…”. El programa no ha sido preparado por unos jóvenes cabeza calientes y quema llantas, sino por concienzudos Padres Jesuitas que hablan desde la seriedad de una reconocida autoridad histórica en una educación de calidad. Al recordar, a cien años de agradecida distancia, el milagro de la Dolorosa del Colegio, perecería lógico celebrar las excelencias de la Educación Católica. Sin embargo, el lema que dirige las celebraciones centenarias, y sus consiguientes compromisos, proclama “una educación de calidad para todos, sin que nadie quede excluido, y que erradique la pobreza”. Es decir, el lema escogido proclama que la Educación es un Bien Público. Y esto, sin duda, tiene un significado más llamativo que el “Levantémonos” del programa.
En este país de García Moreno y de Eloy Alfaro, que es también país de sus seguidores, muchas veces atrincherados en fanáticas parcialidades, es un acontecimiento trascendente que la Compañía de Jesús, con su rancia tradición educadora, juntamente con Contrato Social por la Educación, que recoge las mejores preocupaciones del país por su educación y su futuro, esté comprometiendo, decidida y públicamente, su historia y su misión por la educación como Bien Público.
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Cuando decimos que la Educación es un Bien Público, estamos afirmando que la Educación es un derecho de todos y, por consiguiente, una obligación de toda la sociedad. Pero, cuando nos vemos obligados a proclamar esta verdad obvia, estamos gritando que esto no es verdad, que la Educación no está siendo un Bien Público.
Nuestra reflexión, necesariamente, debe partir de reconocer el fracaso de las políticas públicas en la reducción de la pobreza, y el fracaso de las reformas educativas que se implementaron con la idea de mejorar la educación.
Rosa María Torres, distinguida investigadora ecuatoriana de reconocimiento internacional, en el estudio sobre la realidad educativa en América Latina que le fuera encomendado por la Federación Internacional de Fe y Alegría, afirma: “Las reformas educativas conducidas desde fines de la década de 1980 bajo el lema de ‘mejoramiento de la calidad de la educación’ han fracasado. Dicho mejoramiento no se ha dado. Los resultados del rendimiento escolar en la mayoría de los países están estancados o continúan deteriorándose… La calidad y la equidad de la educación han devenido en discurso repetitivo, con débil soporte en políticas, los programas y proyectos” (Rosa María Torres, Justicia económica y justicia educativa: 12 Tesis para el cambio educativo. Fe y Alegría, 2005, pág. 14).
Éste es el doloroso punto de partida necesario para nuestra reflexión sobre la Educación como Bien Público; pero no queremos insistir en ello, porque no queremos sumarnos a los muchos profetas de calamidades. Los titulares de nuestros diarios y las imágenes de nuestros noticieros televisivos nos evidencian que estamos viviendo una cultura de la protesta, de la reclamación, de la denuncia, del rechazo, de la descalificación. Por desgracia, razones para ello no faltan. Pero, mientras más razones existen, más urgen las propuestas, las convocatorias, sin exclusiones, a construir un país mejor. Éste es el sentido de este simposio; y éste es el sentido de la celebración del Centenario del Milagro.
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Somos conscientes de la ambigüedad del término “bien público”. No nos referimos a él en el sentido de los comunicadores sociales o de los economistas, que ven al “público” como destinatario de sus mensajes o como usuarios y consumidores de los servicios y productos. Desde una perspectiva más sociológica, nos referimos a lo público como el bien que es común a todo el pueblo, lo que representa los intereses comunes de la sociedad en contraposición a los intereses y beneficios particulares. En un sentido más sociopolítico, nos referimos a “esa dimensión de la persona que la convierte en ciudadano de un país, en político o en republicano, que es lo mismo. Los ciudadanos constituyen la cosa pública o res-pública, lo común a todos y dan existencia al Estado como instrumento de la sociedad”. (Luis Ugalde, “Lo público y lo estatal”, El Nacional, Caracas, 31 de Marzo de 2005.)
La educación es un bien público porque conviene a todos los ciudadanos, de igual manera, para su vida, para su dignidad y para el ejercicio de una ciudadanía participativa y responsable. Es un derecho humano y social del que todos deben disfrutar en igualdad de condiciones, pues el cumplimiento de este derecho va a posibilitar el disfrute de los otros derechos esenciales. En consecuencia, el derecho a la educación implica derecho de todos, no a cualquier educación, sino a una buena educación, a una educación de verdadera calidad. Si garantizamos buena educación, estaremos poniendo los cimientos para que las personas puedan conquistar los otros derechos humanos esenciales. Cuando el bien existe de igual manera para todos en calidad y oportunidad, se posibilita la equidad, la justicia y la solidaridad, lo que contribuye a fortalecer el pacto social. Pero, si un bien público se ofrece de una manera para unos sectores y de otra manera para otros, el bien deja de ser público.
Para garantizar a todos el derecho fundamental a una educación de calidad, no es suficiente con que la educación sea gratuita y obligatoria, de modo que nadie deje de acceder a ella o la abandone antes de tiempo por razones económicas o sociales, sino que debe asegurar que los más pobres gocen de condiciones de vida dignas en alimentación, salud, vivienda, empleo, seguridad social, que permitan a todos adquirir los aprendizajes esenciales. Por ello, la lucha por el derecho a una educación de calidad para todos implica, no sólo que debe garantizar más presupuesto para educación, sino también más presupuesto para salud, vivienda, trabajo, seguridad social y mejores condiciones de vida de la población en general. No podemos perder de vista la necesaria integralidad e interrelación de los derechos económicos, sociales y culturales, es decir, que cada derecho implica a los demás y que por ello, se deben garantizar las condiciones para hacer viables todos los derechos a todas las personas.
Recordando al fundador de Fe y Alegría, P. José María Vélaz, “no podemos ofrecer a los pobres una pobre educación”. Una pobre educación para los pobres reproduce la pobreza y, en vez de contribuir a democratizar la sociedad, agudiza las diferencias y agiganta las desigualdades. Es cierto que todavía existen graves déficit de cobertura educativa; pero la división que implica hoy a más gente es la brecha entre los pocos que pueden acceder a recursos educativos de calidad y los muchos condenados a una pobre educación reproductora de la pobreza.
Si la educación de calidad es un derecho, es también un deber humano fundamental, lo que implica que todos debemos colaborar para que este derecho se cumpla. La defensa de los derechos humanos para todos se convierte en el deber de todos de hacerlos posibles. Es de un gran cinismo proclamar derechos y mantener unas condiciones de vida que impiden su realización. Estado y sociedad, y especialmente las familias, deben asumir su deber y responsabilidad educativa.
La educación de calidad para todos, condición indispensable para la sana convivencia democrática, la productividad y el desarrollo de instituciones fuertes, pasa a ser la estrategia fundamental del Estado y de la sociedad para incorporar plenamente a todas las personas al quehacer de la vida pública contemporánea. Si realmente estamos convencidos de que la educación de calidad para todos es exigencia para la dignidad y libertad de las personas, clave de la democracia política, del crecimiento económico y de la equidad social, debería ocupar el primer lugar entre las preocupaciones públicas y entre los esfuerzos nacionales. De ahí, la necesidad de asumir la educación de calidad como tarea de todos, como proyecto nacional, objeto de consensos sociales, amplios y duraderos.
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Es evidente que al Estado le corresponde la más amplia responsabilidad: él debe liderar la puesta en marcha de un verdadero proyecto educativo, en coherencia con el proyecto de país que se quiere, capaz de movilizar las energías creadoras, la participación activa y el entusiasmo de toda la sociedad, para combatir de frente la ignorancia, la mala educación, la exclusión, la ineficiencia, la retórica, la mediocridad. Hay que convertir las proclamas y buenas intenciones en políticas, y concretarlas en acciones.
El Estado, que representa el interés común y ejerce un poder conferido por la sociedad, debe vigilar y garantizar que el derecho a la educación de calidad se cumpla en términos de equidad, lo que implica compensar las desventajas de los más pobres para que las diferencias de origen no se conviertan en desigualdades y se reproduzca la pobre oferta educativa para los más pobres.
Esto en modo alguno indica que él debe ser el único ejecutor de las políticas educativas, sino que debe coordinar y apoyar los esfuerzos de las familias y de la sociedad para garantizar educación de calidad a todos, en especial a los más pobres y necesitados.
Por eso, nos oponemos a la ausencia del Estado, que pretende dejar al mercado la solución de los problemas educativos, lo que se traduce, de hecho, en muy pobre educación para los más débiles, y defendemos un Estado fuerte y eficaz para el cumplimiento de los derechos esenciales de todos, en especial de los que cuentan con menos condiciones y poder. El buen funcionamiento del Estado es condición para garantizar las políticas públicas y el disfrute por todos de los derechos esenciales. Un Estado ineficiente o que se inhibe de asumir sus responsabilidades esenciales es, antes que nada, una tragedia para los pobres.
Pero, igualmente, nos oponemos al “Estado Amo”, que monopoliza la educación, decide unilateralmente el uso de los recursos que pertenecen a todos y premia o castiga a los que siguen o no siguen sus políticas particulares. Los gobiernos no son dueños del presupuesto, sino meros administradores; administración que debe realizar con eficiencia, equidad y transparencia, para garantizar a todos el disfrute de una educación de calidad. De ahí, la necesidad de fomentar el papel de la sociedad como veedora de sus derechos mediante unas políticas públicas honestas y eficientes, garantizando una gestión eficaz, eficiente y transparente, con estrecha vigilancia sobre la corrupción y sobre los políticos y burócratas que están para servir y no para servirse del Estado y de los ciudadanos que los eligieron.
El problema educativo es de tanta importancia y es tan grave, que no podemos darnos el lujo de prescindir de nadie que quiera contribuir a su solución, especialmente de aquellos que han demostrado con hechos que les preocupa la educación y que tienen algo importante que aportar.
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La Educación como Bien Público está hoy, tal vez más que en otros tiempos, amenazada por perversas tendencias privatizadoras.
Aclaremos, en primer lugar, que no estamos contra la Educación Privada o Particular. Si así fuera, los colegios jesuitas, en esta celebración centenaria que es expresión de su autoconciencia, estarían proclamando su suicidio. Cuando nos están diciendo que quieren cultivar en los alumnos y representantes la conciencia ciudadana y la responsabilidad social; que quieren educar su inteligencia, y no menos su sensibilidad, en la cercanía a los problemas del país; que quieren cultivar una cultura, no de protesta, sino de propuesta…, entonces, los jesuitas nos están confesando que entienden su misión educadora como un servicio de Bien Público, que quieren ser dolientes de las graves deficiencias de la educación fiscal, a menudo sin más dolientes que la impotencia de los pobres, que se ofrecen al Estado y a la sociedad como aliados estratégicos para la construcción de un país mejor
Pero existen hoy tendencias perversamente privatizadoras:
1 son perversas las campañas de desprestigio de la educación pública sobre las que algunos pretenden ocultar sus intenciones privatizadoras excluyentes y, como efecto agravante, inducen a sus dirigentes a poner a sus hijos estudiando en centros educativos particulares, con lo cual expresan que no les importa demasiado el deterioro de la educación pública, asegurándose de este modo una educación para sus hijos y otra bien distinta para los hijos de los demás;
2 también se privatiza perversamente la Educación, cuando se la subordina al servicio de un Estado o de un Gobierno que no representa los intereses de todos, cuando se utiliza para fines partidistas o para imponer una visión particular; así, el Estado se convierte en el gran agente “privatizador”, el propietario más poderoso; la función del Estado no puede ser estatizadora, debe ser eminentemente “socializadora”, y apoyar las iniciativas sociales orientadas a garantizar a todos una educación de calidad;
3 el clientelismo es uno de los más perversos privatizadores: el otorgar cargos y puestos por su afiliación ideológica-partidista, por mera fidelidad o por simple amiguismo, para tener o mantener una cuota de poder en la escuela, entre los maestros o en esferas del Ministerio de Educación, sin tomar en consideración las capacidades profesionales y negando la igualdad de oportunidades, es la forma más anti-ética de apropiación privada de un bien público. Los funcionarios públicos, sean maestros o administradores, no trabajan para el gobierno (entiéndase, partido de gobierno), sino para el país, y es a él a quien deben responder y rendir cuentas;
4 no menos perversa es la privatización, incluso con grandilocuentes proclamas anti-privatizadoras, de los que subordinan la educación a los intereses privados de los profesores y gremios; sin duda alguna, al continuar las luchas sociales bajo los viejos esquemas de un corporativismo y un gremialismo incapaces de leer las nuevas realidades, están contribuyendo a fomentar las políticas privatizadoras de la educación; los educadores no pueden olvidar que sus derechos, que deben defender con tesón y sin claudicaciones, dimanan de los derechos de los alumnos, de todos los alumnos, a recibir una educación de calidad: se pisotean los derechos de los alumnos cuando se suspenden las clases con facilidad, cuando se callan las anomalías o se protegen las conductas irresponsables, cuando se fomenta un ambiente de mediocridad, cuando los sindicatos de maestros deciden y presionan nombramientos de autoridades, cuando por afirmar la educación pública con gestión gubernamental niegan la educación pública con gestión no gubernamental, cuando por afirmar una educación laica niegan el derecho de una educación integral que contemple la dimensión espiritual del ser humano y el estudio de la religión. Esta realidad, sin embargo, no puede ser utilizada para acabar con todo tipo de organización gremial o sindical, que dejaría a los trabajadores en total desamparo;
5 con frecuencia, también muchos directores e incluso docentes se convierten en perversos privatizadores cuando gestionan los centros educativos o las aulas como si fueran un feudo de su propiedad y admiten o niegan el acceso a algunos alumnos por cuestiones económicas, sociales, religiosas o personales; incluso podríamos hablar de que hoy también, y cada vez más, algunos alumnos contribuyen a privatizar la educación cuando generan un clima de violencia o amedrentamiento que imposibilita el ejercicio del proceso educativo en condiciones propicias, lo que lleva a muchos padres o representantes a buscar refugio para sus hijos en centros educativos privados.
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Para terminar, permítanme una palabra sobre el maestro. Si queremos garantizar una educación de calidad para todos, que es el núcleo de nuestro tema, es necesario priorizar, tanto por razones estratégicas como por razones éticas, la atención a nuestros educadores. Suenan cínicos los fáciles discursos del Día del Maestro cuando no están acompañados de reconocimientos sociales, personales y profesionales reales y efectivos. Un maestro enseña más lo que él es que lo que él sabe; y necesita que se le acompañe, que se le capacite, que se le motive y estimule; incluso, necesita que se le exija… Pero esas necesidades tienen, también, su medida en dólares. Difícilmente lograremos educación de calidad con educadores mal pagados y que trabajan en condiciones de gran precariedad. Es cierto que el Estado tiene que buscar la eficiencia y la productividad en su inversión educativa; pero no a costa de los salarios y condiciones laborales de los educadores.
Más grave aún – ¡y ofensivamente injusto!– es la discriminación que hace el Estado con los maestros de la Educación Fiscomicional –¡que también es Educación Pública, aunque de gestión no-gubernamental!– que atienden a los sectores más desfavorecidos y no disfrutan de los mismos beneficios que sus pares de la educación fiscal. Es falaz la excusa de la debilidad presupuestaria: como gritaba el fundador de Fe y Alegría, “cuanto más escasos son los recursos fiscales de una nación, más debe pensar en el tesoro escondido que guarda la buena voluntad de los hombres” (Velas, JM., Educación Popular Integral, s.f.).
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Concluyamos: es cierto que vivimos tiempos de crisis; pero también es cierto que vivimos tiempos de oportunidades: eso nos están diciendo las celebraciones centenarias que están recorriendo el país, y eso nos dice el lema que nos convoca: Por una Educación de calidad para todos, sin que nadie quede excluido, y que erradique la pobreza.

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